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Atiguibas - Julio Ramón Ribeyro

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 En el viejo estadio nacional José Díaz —ahora ampliado y modernizado— viví de niño y luego de muchacho horas inolvidables. Con mi hermano vimos desfilar por la grama pelada de la cancha a los más renombrados clubes del fútbol de Argentina, Brasil y Uruguay. Y también del Perú, hay que decirlo, pues entonces teníamos grandes jugadores y equipos que realizaron hazañas memorables. En las Olimpiadas de Berlín del 36, para poner un ejemplo, estuvimos a punto de campeonar luego de vencer a Austria por 4 a 2. Pero a Hitler no le gustó la cosa: que negros y zambos de un país como el Perú derrotaran a rubios teutones era para él no solo un traspié deportivo sino un revés ideológico. La FIFA, presionada por el Führer, ordenó que se anulara el partido alegando que la cancha tenía no sé cuántos metros más o menos de largo. Nos retiramos de las Olimpiadas, con lo que salvamos nuestra dignidad, pero perdimos el campeonato. En esa época, cuando venía un equipo extranjero, había que ir al estadio a l

El padre Pata -Ricardo Palma

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  A viejos y viejas oí relatar, allá en los días de mi infancia, como acaecido en Chancay, el mismo gracioso lance á que un ilustre escritor argentino da por teatro la ciudad de Mendoza. Como no soy de los que se ahogan en poca agua, y como en punto á cantar homilías á tiempos que fueron tanto da un teatro como otro, ahí va la cosa tal como me la contaron. Cuando el general San Martín desembarcó en Pisco con el ejército patriota, que venía á emprender la ardua faena complementaria de la Independencia americana, no faltaron ministros del Señor, que como el obispo Rangel predicasen atrocidades contra la causa libertadora y sus caudillos. Que vociferen los que están con las armas en la mano y arriesgando la pelleja, es cosa puesta en razón; pero no lo es que los ministros de un Dios de paz y concordia, que en medio de los estragos de la guerra duermen buen y comen mejor, sean los que más aticen el fuego. Paréceme á aquél que en la catástrofe de un tren daba alaridos: — ¿Por qué se queja u

El sueño de San Martín -Abraham Valdelomar

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  I Saliendo de Pisco hacia el sur, bajo la bóveda cóncava y azul, sobre la costa ondulante, arenosa, anémica, amarilla y desolada, la vegetación es caprichosa como hembra: ora raquítica y pobre, ora rica y exhuberante, va muriendo y agostándose poco a poco hasta San Andrés de los Pescadores, cuyos últimos arrabales se pierden en la esterilidad ribereña. Siguiendo más al sur, caminando millas y bordeando colinas coronadas siempre por necrópolis incaicas, se llega a cierto encantado lugar que desde tiempos de la gentilidad los indios llaman Paracas. Sopla allí un viento cálido y medroso bajo el hondo cielo, la costa hace una curva cerrada y aprisiona al mar que parece una colosal turquesa engastada en los arenales ocres, resultando la alegría del verde marino con la tristeza del arenoso yermo. El mar es allí como un verde cristal transparente, apenas irisado por la brisa cálida, sin olas, sin ruido, sin violencia, sin exaltación. Aquellos vírgenes rincones son preferidos por las aves, p

El sueño del pongo - José María Arguedas

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    Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus ropas, viejas. El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia. —¿Eres gente u otra cosa? —le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio. Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie. —¡A ver! —dijo el patrón—, por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! —ordenó al mandón de la hacienda. Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina. El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero

Los españoles - Julio Ramón Ribeyro

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  He vivido en cuartos grandes y pequeños, lujosos y miserables, pero si he buscado siempre algo en una habitación, algo más importante que una buena cama o que un sillón confortable, ha sido una ventana a la calle. El más sórdido reducto me pareció llevadero si tenía una ventana por donde mirar a la calle. La ventana, en muchísimos casos, reemplazó para mí al amigo lejano, a la novia perdida, al libro cambiado por un plato de lentejas. A través de las ventanas llegué al corazón de los hombres y pude comprender las consejas de la ciudad.        Sin embargo, estaría tan pobre en aquel verano español que acepté un cuarto que no tenía ventana a la calle: la ventana daba a un patio de vecindad. Estos patios siempre los he detestado, porque mirarlos es como ver un edificio en ropa interior. Estos patios de vecindad son un cajón helado y mustio en invierno, tórrido y bullanguero en verano, perforado de tragaluces, de forados, de postigos, de ventanas detrás de las cuales circulan viejas que

Al pie del acantilado - Julio Ramón Ribeyro

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Nosotros somos como  la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados. Véanla como crece en el arenal, sobre el canto rodado, en las acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de los muladares. Ella no pide favores a nadie, pide tan sólo un pedazo de espacio para sobrevivir. No le dan tregua el sol ni la sal de los vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores, pero la higuerilla sigue creciendo, propagándose, alimentándose de piedras y de basura. Por eso digo que somos como la higuerilla, nosotros, la gente del pueblo. Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir.        Nosotros la encontramos al fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena. Veníamos huyendo de la ciudad como bandidos porque los escribanos y los policías nos habían echado de quinta en quinta y de corralón en corralón. Vimos la planta allí, creciendo humildemente entre