"Junta de acreedores"-Julio Ramón Ribeyro


 

Cuando el campanario de Surco dio las seis de la tarde, don Roberto Delmar abandonó el umbral de su encomendería y, sentándose tras el mostrador, encendió un cigarrillo. Su mujer, que lo había estado espiando desde la trastienda, sacó la cabeza a través de la cortinilla.

— ¿A qué hora van a venir?

Don Roberto no respondió. Tenía la mirada fija en la puerta de la calle, por donde se veía un pedazo de pista sin asfaltar, la verja de una casa, unos rapaces jugando a las bolitas.

 —No fumes tanto —prosiguió su mujer—. Tú sabes que eso te pone nervioso. 

- ¡Déjame en paz! —exclamó él, dando un golpe en el mostrador. Su mujer desapareció sin decir palabra.

 El continuó mirando la calle, como si allí se estuviera desarrollando un espectáculo apasionante. Los representantes no tardaban en llegar. Las sillas ya estaban preparadas. La sola idea de. verlos sentados allí, con sus relojes, sus bigotes, sus mofletes, lo exacerbaba: "Hay que conservar la dignidad —se repetía—. Es lo único que todavía no he perdido". Y su mirada inspeccionaba rápidamente las cuatro paredes de su tienda. En las repisas de madera sin pintar, se veían infinidad de comestibles. Se veían también pilas de jabón, cacerolas, juguetes, cuadernos. El polvo se había  acumulado. 

A las seis y cinco, una cabeza colocada al extremo de un pescuezo ostensiblemente largo, asomó por el umbral. 

—¿La encomendería de Roberto Delmar?

 —La misma. 

Un hombre alto ingresó con un cartapacio bajo el brazo.

 —Yo soy representante de la compañía "Arbocó" Sociedad Anónima.

 —Encantado —replicó don Roberto, sin moverse de su sitio.

 El recién llegado dio unos pasos por la tienda, se ajustó los anteojos y comenzó a observar la mercadería.

 — ¿Esto es todo lo que hay? 

—Sí, señor. 

El representante hizo una mueca de decepción y, tomando asiento, comenzó a revisar su cartapacio. 

Don Roberto fijó nuevamente su mirada en la puerta. Sentía una viva curiosidad por observar al recién llegado, pero se dominaba. Le parécía que ello sería un signo de debilidad, o por lo menos, de condescendencia. Prefería mantenerte inmutable y digno, en la actitud de un hombre que debe pedir cuentas en lugar de rendirlas. 

—Según el tenor de las letras que obran en mi poder, su débito para con "Arbocó" Sociedad Anónima asciende a la cifra... 

—Por favor —interrumpió don Roberto—. Preferiría que no hable de números hasta que lleguen los otros acreedores. Un hombre bajito y gordo, con sombrero hongo, atravesó el umbral en ese momento.

—Buenas tardes —dijo, y cayendo en una silla quedó quieto y callado, como si se hubiera dormido. Poco después extrajo un papel y comenzó a trazar cifras. 

Don Roberto comenzó a sentir una especie de enervamiento. El tabaco le había dejado la boca amarga. A veces descargaba sobre los acreedores una mirada, furtiva y voraz, como si quisiera aprehenderlos y aniquilarlos por un solo acto de percepción. Sin conocer nada de sus vidas, los detestaba íntimamente. El no era hombre de sutilezas para hacer diferencias entre una empresa y sus empleados. Para él, ese hombre alto y de lentes, era la compañía "Arbocó" en persona, vendedora de papel y de cacerolas. El otro hombre, porque era adiposo y parecía bien comido, debía ser la fábrica de fideos "La Aurora", en chaleco y sombrero de hongo.

 —Quisiera saber... —comenzó la fábrica de fideos— cuántos acreedores han sido citados a esta junta. 

- ¡Cinco! —replicó "Arbocó", sin esperar la respuesta del encomendero— ¡Cinco! Según la convocatoria que obra en mi "fólder", somos cinco los que detentamos los créditos. 

El hombre gordo agradeció con una venia y continuó enfrascado en sus números.

 Don Roberto abrió otro paquete de cigarrillos. Pensó por un' momento que hubiera sido mejor entrecerrar la puerta, porque siempre era probable que en trara algún cliente y olfateara lo que sucedía. Sin embargo, sentía cierta resistencia alevantarse, como si el menor movimiento le fuera a ocasionar una enorme pérdida de energías. La inmovilidad era en este momento para él una de las condiciones de su fuerza.

 Un muchacho con unos libros bajo el brazo, ingresó rápidamente en el establecimiento. Al ver a esos  extraños visitantes, quedó como cortado.

 —Buenas tardes, papá —dijo al fin, y atravesando la cortinilla se perdió en la trastienda. Del interior llegó un rumor de voces. 

Don Roberto, por un acto mecánico, miró su muñeca izquierda dónde solo quedaba una huella de piel clara. Una súbita vergüenza lo asaltó al imaginar que los acreedores podían haberse percatado de su acto fallido. Entre ellos, sin embargo, había comenzado una conversación tediosa. 

—¿"Arbocó"? —preguntaba el gordo— ¿Eso no queda en la avenida Arica?

 - ¡No! Esa es "Arbicó" —replicó el otro, sensiblemente ofendido por la confusión. 

Los otros acreedores aún no aparecían y don Roberto comenzó a sentir una impaciencia creciente. Ellos sí sabían hacerse esperar, en cambio a él eran incapaces de concederle unos meses de mora. En su irritación confundía la puntualidad de las citas con la de los plazos judiciales, los atributos de los hombres con los de las instituciones. Estaba a punto de incurrir en mayores enredos, cuando dos hombres ingresaron conversando animadamente. 

—Fábrica de cemento "Los Andes" —dijo uno. 

—Caramelos y chocolates "Marilú" —dijo el otro, y tomando asiento, prosiguieron su charla.

 "Cemento... Caramelos", repitió don Roberto maquinalmente y lo repitió varias veces como si-fueran para él palabras extrañas a las cuales fuera necesario encontrarles un sentido. Recordó la ampliación de su local, que tuvo que suspender por falta de cemento. Recordó los pomos de caramelos numerados del uno al veinte. Recordó al italiano Bonifacio Salerno... 

—Bueno, ¿Quién es el que falta? —preguntó una voz.

 Don Roberto se abrió paso desde su mundo interior. El hombre del cemento lo miraba, esperando su respuesta. Pero ya "Arbocó" había consultado su cartapacio, para replicar: 

—Según los documentos que tengo en mi "fólder", el que falta es Ajito. ¡A-j-i-t-o, así como suena! Es un japonés del Callao. 

—Gracias —replicó el interesado. Y volviéndose hacia su compañero añadió: —No se puede hablar en este caso de cortesía oriental. 

—Por el contrario —replicó el otro—. El tal japonés, por el nombre, parece más peruano que... que el ají.

 Los representantes rieron. Su complicidad de acreedores pareció requerir de esta broma fácil para hacerse patente. Entre los cuatro comenzaron a hablar animadamente de sus empresas, de sus créditos, de sus funciones. Abriendo sus cartapacios, exhibían letras de cambio, cartas confidenciales y otros documentos que ellos calificaban de "fehacientes", poniendo una especie de voluptuosidad en el carácter técnico del término. 

Don Roberto, a la vista de todos aquellos papeles, sintió una sorda humillación. Tenía la impresión de que esos cuatro señores se habían puesto a desnudarlo en público para escarnecerlo o para descubrir en él algún horrible defecto. A fin de defenderse de esta agresión, se enroscó sobre sí mismo, como un escarabajo; rastreó su pasado, su vida, tratando de encontrar algún acto honroso, alguna experiencia estimable que prestara apoyo a su dignidad amenazada. Recordó que era presidente de la Asociación de Padres de Familia del Centro Escolar No. 480, donde estudiaban sus hijas. Este hecho, sin embargo, que antes lo enorgullecía, pareció revolverse ahora contra él. Creyó descubrir que en el fondo ocultaba una punta de ironía. La idea de renunciar al cargo le vino inmediata- mente. Comenzó a pensar en los términos en que redactaría la carta, cuando su hijo salió de la trastienda y se detuvo en medio de la pieza. Don Roberto se estremeció porque el muchacho estaba pálido y parecía irritado. Después de mirar con desprecio a los acreedores salió a la calle sin decir palabra.

 —Bueno —dijo uno de ellos—. Creo que debe abrirse la junta. 

—Esperemos cinco minutos —replicó don Roberto, y se asombró de descubrir aún en su voz un resto de autoridad. 

Una sombra apareció en el umbral. Los representantes creyeron que se trataba de Ajito; sin embargo, era el hijo del encomendero, que volvía. 

—Papá, ven un momento.

 Don Roberto se levantó y atravesando la tienda salió a la calle. Su hijo lo esperaba a pocos pasos de la puerta, vuelto de espaldas.

 —¿Qué significa todo esto? —preguntó, dándole bruscamente la cara. Don Roberto no replicó, cortado por el tono del muchacho. —Qué hace toda esta gente metida en la tienda? ¿Cómo los has dejado entrar? —Pero, muchacho, escúchame, los negocios... tú sabes... - ¡Yo no sé nada! ¡Lo único que yo sé es que en tu lugar los sacaría a patadas! ¿No te das cuenta de que se ríen? ¿No te das cuenta de que te toman el pelo? —¿Tomarme el pelo? ¡Eso nunca! —protestó don Roberto— Mi dignidad... -- ¡Qué dignidad ni ocho cuartos! —gritó él fuera de sí. A su lado había un carro elegante, probablemente de alguno de los acreedores— ¡Tu dignidad! —repitió con desprecio— ¡Esa es la única dignidad! —añadió señalando el carro— ¡Cuando tengas uno así podrás hablar de ella! —y cegado por la cólera dio ,un puntapié a una de las llantas, que resonó como un tambor. 

- ¡Cálmate! —ordenó don Roberto tratando de cogerlo del brazo— ¡Cálmate,- Beto! Todo se arreglará, yo sé, ya verás... —y para apaciguarlo, añadió: —,No quieres un cigarrillo?

 —No quiero nada —replicó él y comenzó a alejarse. Algunos pasos más allá se detuvo—. ¿No tienes una libra? —preguntó— Quiero ir al cine esta noche, no puedo seguir escuchando a esos imbéciles... 

Don Roberto sacó la cartera. El muchacho recibió el dinero y sin agradecer se marchó muy apurado. Don Roberto lo vio alejarse, descorazonado. Desde la tienda llegaba el rumor de los acreedores.

 Aprovechando su ausencia, ellos se habían levantado "para estirar las piernas", según dijeron. Acercándose a las repisas, cogían la mercadería y la examinaban. Se fumaba, se contaba chistes. Resignados a la espera, trataban de sacar de ella el mejor partido posible. A fuerza de olfatear, "Arbocó" descubrió, tras una pila de tinteros, unas botellas de pisco. 

- ¡Había secretitos! —exclamó, regocijado por su hallazgo. 

Cuando don Roberto ingresó, volvieron a sus sitios, retomaron su papel de acreedores. Los rostros se endurecieron, las manos se posaron solemnemente en las sisas de los chalecos. 

—Puede abrirse la junta —ordenó don Roberto—. El otro acreedor no tardará en llegar.

 Hubo un corto silencio. El hombre de los fideos se levantó al fin y, abriendo su cartapacio, comenzó a hacer la enumeración de sus créditos. Los demás acreedores asentían con la cabeza, algunos tomaban rápidas anotaciones. Don Roberto hacía lo posible por concentrarse, por aparentar un poco de atención. El recuerdo de su hijo, sin embargo, ironizando sobre la dignidad, arrancándole la libra de la mano, lo atormentaba. Pensó por un momento que debía haberlo abofeteado. Pero, ¿para qué? Ya estaba demasiado grande para este tipo de castigo. Además, temía estar en el fondo de acuerdo con lo que su hijo había dicho. 

—… he terminado —dijo el gordo y se sentó. 

Don Roberto despertó. 

—Bien, bien... —dijo— Perfectamente. Estoy de acuerdo con eso. Pasemos al siguiente. 

Cemento "Los Andes" desenrolló un largo papel. Una letra de trescientos soles, de fecha cuatro de agosto. Otra letra de ochocientos, del dieciséis del mismo mes... 

Don Roberto recordó las bolsas de cemento que le trajeron en el mes de agosto. Recordó el entusiasmo con que inició la ampliación de su local. Pensaba hacer una bodega moderna, incluso abrir hasta un restaurante. Todo, sin embargo, había quedado a la mitad. Los pocos sacos que le restaban, se habían endurecido con la humedad. La llegada de Bonifacio Salerno fue para él el comienzo de su ruina... 

—…total: dos mil ochocientos soles —terminó el representante del cemento y tomó asiento. 

Caramelos y chocolates, "Marilú" se levantó, pero  ya don Roberto no escuchaba nada. Cada vez que venía a su memoria la figura de Bonifacio Salerno, sentía un enardecimiento que lo embrutecía. Al mes que abrió su bodega, a pocos pasos de la suya, le había arrebatado toda la clientela. Bien instalada, mejor provista, le hizo una competencia desleal. Don Bonifacio otorgaba créditos y además era panzón, completamente panzón... Don Roberto se aferró a este detalle con una alegría infantil, exagerando mentalmente el defecto de su rival, hasta convertirlo en una caricatura. Este era, no obstante, un subterfugio muy fácil en el que siempre recaía. Haciendo un esfuerzo volvió a la realidad. El hombre de los caramelos seguía leyendo: 

-...dos kilos de chocolates, treintaicinco soles... 

- ¡Basta! —exclamó don Roberto y al percatarse que había levantado mucho la voz, se excusó— La verdad es que esta lectura no tiene objeto —añadió—. Conozco perfectamente mis deudas. Sería mejor pasar directamente al arreglo.

 El hombre de "Arbocó" protestó. Si sus colegas habían leído, él también tenía que hacerlo. ¡No era justo que lo dejara de lado!

 - ¡Mis documentos son fehacientes! —gritaba, agitando su. cartapacio. 

Entre sus compañeros lo calmaron, lo convencieron que renunciara a la lectura. El no quedó muy satisfecho. Lanzando su mirada miope sobre las repisas, trató de cobrarse una revancha. Los picos de las botellas de pisco asomaban discretamente.

 —¿No podría servirme una copita? —insinuó— La tarde está un poco fría. Yo padezco de los bronquios. Don Roberto se levantó. En su impaciencia por liquidar el asunto, era capaz de cualquier concesión  de este tipo. Pensaba, además, que sus hijas podían llegar de un momento a otro. Alineó cuatro copas en el mostrador y las llenó.

 En ese momento un oriental bajito, con un sombrero metido hasta las sienes, se deslizó en la tienda como una sombra.

 —Ajito —murmuró con voz imperceptible—. Yo soy Ajito. 

- ¡Llega usted a tiempo! —exclamó Cemento "Los Andes" 

- ¡Para el brindis de honor! —añadió Caramelos  "Marilú". Y los dos rieron sonoramente. Era evidente que entre ambos había algo así como una sociedad clandestina para hacer bromas estúpidas. Sus espíritus formaban una bolsa común. Uno siempre coronaba las frases del otro y entre los dos se repartían las ganancias. 

—No tomo —se excusó el japonés. 

—Su copa para mí —intervino "Arbocó", y se sirvió un trago tras otro. Después de chasquear la lengua, regresó a su sitio. Dos manchas rojas le habían aparecido en las mejillas. 

 —Bueno —repitió don Roberto—. Insisto en que pasemos directamente al arreglo. 

—De acuerdo —dijeron los acreedores. - ¡De acuerdo! —añadió "Arbocó", levantándose— Estoy de acuerdo con eso. Pero antes creo que debemos hacer un resumen...—¡Nada de resúmenes! ¡Al grano! —gritaron algunas voces. - — ¡El resumen es imprescindible! —exclamó "Arbocó"— No se puede hacer nada sin un resumen...

 Ustedes saben, el método antes que nada. ¡Seamos ordenados! Yo he preparado un resumen, yo he tomado notas... 

A fuerza de insistir, logró su propósito y pronto se embarcó en una larga exposición donde se mezclaban arbitrariamente las anécdotas, los artículos del Código Civil, las consideraciones del orden moral, tratando a toda costa de mostrar un poco de ingenio. Los acreedores comenzaron a conversar por lo bajo. Ajito se levantó para echar una mirada a la calle. Don Roberto pensaba nuevamente en sus hijas. Si llegaban en ese momento, ¿Cómo les explicaría el sentido de esa ceremonia? Sería imposible ocultarles la verdad de las cosas. Desde la trastienda todo se escuchaba. 

"Arbocó", mientras tanto, se había interrumpido al ver la poca atención que se prestaba a su discurso. Decepcionado, se acercó al mostrador y se sirvió otra copa de pisco. Los acreedores reían seguramente de algún chiste. El se sintió ofendido, como si fuera el blanco de las burlas. Todo lo vio por un momento negro y hostil. Su fracaso como orador, su poca suerte con las mujeres, su tragedia de viajar en tranvía, le envenenaron el hígado, le predispusieron a la intransigencia. 

—¡Pues si se trata de abreviar, abreviemos! —exclamó— ¡Basta de corrillos, al grano! —y cayendo en su silla, cruzó los brazos con una seriedad un poco presuntuosa. Ajito regresó a su puesto. Todas las miradas se posaron en el encomendero. 

Don Roberto se levantó. Sentía un ligero malestar. La idea de que su mujer lo estaría espiando desde la cortinilla, aumentaba su nerviosidad. No ceder era su divisa. Conservar la dignidad. 

—Señores —empezó—. Esta es mi propuesta. Mis deudas ascienden a la suma de veinticinco mil soles. Bien, yo creo que si ustedes me conceden una mora de dos meses... 

Un rumor de protesta se levantó en la tienda. "Arbocó" era el más exaltado.

 —,Por qué no, de una vez, todo el año? —gritaba— ¿Por qué no, de una vez, todo el año? 

- ¡Déjeme terminar! —exclamó don Roberto, golpeando el mostrador— ¡Después escucharé sus razones! Digo que si me conceden una mora de dos meses y si reducen sus créditos al treinta por ciento...

 - ¡Eso no, eso no! —gritó "Arbócó" y al ver que sus compañeros lo apoyaban, se levantó, tratando de adueñarse de la situación— ¡Eso no, señor Delmar!... —continuó, pero luego sus ideas se ofuscaron, no encontró las palabras precisas y lapidarias que en ese momento se requerían y quedó repitiendo mecánicamente— ¡Eso no, señor Delmar! ¡Eso no, señor Delmar! ...

El representante de los fideos se levantó a su vez. Su tranquilidad contagiosa puso un poco de calma. 

—Señores —dijo—. Veamos la cosa sin apasionamientos. Considero que la propuesta de nuestro deudor es muy interesante, pero es francamente inaceptable. En realidad nuestros créditos son muy antiguos. Algunos datan de hace un año. Si en doce meses no ha podido pagar, creo que en dos le será igualmente imposible.

 —Usted olvida la reducción —objetó don Roberto. 

—Precisamente sobre eso quiero hablar. Reducir nuestros créditos al treinta por ciento, es casi remitirle sus deudas. Yo creo que las empresas que representamos no aceptarán... 

- ¡Mi principal!, ¡de ninguna manera! —intervino "Arbocó"— ¡Mi principal es persona muy seria!

 - ¡El mío tampoco! —añadió el acreedor de cemento.

 — ¡Ni el mío! —terminó el de los caramelos. 

Don Roberto quedó silencioso. Presentía una negativa; sin embargo, no creyó encontrar una solidaridad tan enérgica en el grupo. Los cuatro hombres estaban también callados, de pie, formando una especie de unidad indestructible, y lo miraban desafiantes, dispuestos a sepultarlo en un mar de razones y de números si él cometía la torpeza de insistir. Solamente Ajito continuaba sentado en un rincón, ajeno al ritmo de las pasiones. Don Roberto lo miró casi con simpatía, adivinando-que en él tenía un colaborador. 

—¿Y usted? —preguntó dirigiéndose a él—, ¿Qué piensa usted?

 —Yo estoy de acuerdo, de acuerdo... —susurró. 

—¿De acuerdo con quién? —gritó "Arbocó" estirando hacia él su largo pescuezo. 

—De acuerdo con el deudor. "Arbocó" tronó. Habló de deslealtad, de falta de tacto, de ausencia de compañerismo. Solamenteen el ataque parecía cobrar cierta elocuencia. Trató de agitar la opinión contra el japonés, contra todos los japoneses, contra el Oriente en suma. 

 — ¡Diríase que no les importa el dinero! —farfullaba— Claro, este es un asunto de poca monta para ellos. ¡Ellos forman clan, tienen redes de chinganas por toda la capital, cuentan con ayuda de su gobierno!... 

Ajito se mantenía imperturbable. Don Roberto intervino. 

—No es el momento de discutir esas cosas. Estoy dispuesto a escuchar su contrapuesta. 

Los cuatro acreedores —de hecho excluyeron a Ajito— se pusieron a discutir formando un bloque  cerrado. El desacuerdo reinaba. "Arbocó" parecía encarnar la posición extrema. Su voz dominaba el grupo. Por momentos se acercaba al mostrador y se servía una copa de pisco. Para mayor comodidad, por último, conservó la botella en la mano. 

—¡Sentimentalismo aparte! —gritaba— ¡Representamos los intereses de la empresa! 

Don Roberto hacía lo posible por aparentar indiferencia. De lo que en ese momento se decidiera, sin embargo, dependía su suerte. Con la mirada fija en la puerta, chupaba su cigarro. De una casa vecina llegaba el ritmo de un mambo. Su mujer debía de estar como él, tras la cortinilla, con el corazón estrujado en la mano... Su hijo ¿Dónde estaría su hijo? ¿Por qué no lo había abofeteado?... ¡Y en el Centro Escolar tenía que pronunciar un discurso!... Don Bonifacio vendía, seguramente, toneladas de "spaguetis"... El ruido del mambo aumentaba... Era un baile, sin duda un baile en la casa vecina... ¿Por qué no se cogían de la mano él y los acreedores y Bonifacio y se iban al baile para olvidar todas esas pequeñas miserias? 

—Don Roberto Delmar... —empezó el gordo de los fideos—, en cierta medida hemos llegado a un acuerdo. 

—¡Disiento! —protestó "Arbocó"— ¡Mi opinión!... 

—¡Hemos llegado por mayoría a un acuerdo! —insistió el gordo, elevando la voz— Se trata de lo siguiente: se le concede una mora de quince días y se reducen sus créditos al cincuenta, por ciento. ¿Está usted de acuerdo? 

— ¡No! —replicó don Roberto. Y ante este súbito rechazo se hizo un silencio profundo. Don Roberto lo fue alargando lentamente, mientras regulaba su pulso, mientras preparaba su respuesta. El mambo comenzó nuevamente. Por el umbral asomaban algunos curiosos— No puedo aceptar esas condiciones —añadió al fin—. No puedo, señores, no puedo... —su voz reveló un primer desfallecimiento— Ustedes no saben, ustedes no comprenden cómo han sucedido las cosas. Yo no he querido estafar a nadie. Yo soy un comerciante honrado. Pero en los negocios no es suficiente la honradez... ¿Ustedes conocen acaso a mi competidor? El es poderoso y gordo, él ha abierto una bodega a dos pasos de aquí y me ha arruinado... Si no fuera por él, yo estaría vendiendo y podría haber terminado la ampliación de mi local... Pero él está surtido y gordo... Se los repito, señores, gordo... —los acreedores se miraron inquietos entre sí— El posee un gran capital y una gran panza. Yo no puedo contra él... Yo no puedo levantar cabeza sino dentro de dos meses y al treinta por ciento... Ustedes verán en la pieza de al lado la construcción paralizada... ¡Si no fuera por Bonifacio, ya estaría abierto mi restaurante y yo vendería y pagaría mis deudas... Pero la competencia es terrible, y además mis hijas van al colegio y yo soy presidente de la Asociación de Padres...

 —En una palabra... —interrumpió "Arbocó" al ver el extraño giro que tomaba el asunto—, ¿no puede usted? 

— ¡No puedo! —terminó don Roberto 

—No hay más que hablar, entonces. Informaré a mis principales.

 —Pero recapacite —intervino el hombre de los fideos—. Nuestras condiciones no son draconianas. 

— ¡No puedo! —repitió don Roberto— ¿Para qué se lo voy a ofrecer? ¡Dentro de quince días se repetirá la historia! 

—Entonces, no hay nada que hacer —intervinieron  conjuntamente cemento y caramelos—. ¡La quiebra! 

—Sí, la quiebra —confirmó fideos. 

— ¡La quiebra! —gritó "Arbocó" con cierto encarnizamiento, como si se anotara una victoria personal.

 —Se procederá a la quiebra. 

—Sí, naturalmente, la quiebra.

 Don Roberto los miraba alternativamente, viendo cómo la palabra saltaba de boca en boca, se repetía, se combinaba con otras, crecía, estallaba como un cohete, se confundía con las notas de la música... 

— ¡Pues bien, la quiebra! —dijo a su vez y apoyó los codos con tanta fuerza en el mostrador, que diríase hubiera querido clavarse a la madera.

 Los, acreedores se miraron entre sí. Esta súbita resignación a los que ellos consideraban su más fuerte amenaza, los desconcertó. "Arbocó" farfulló algo. Los otros hicieron comentarios por lo bajo. En general esperaban que el encomendero diera un nuevo testimonio de su decisión. Como no se atrevían a preguntar ni a moverse, ni a partir, don Roberto intervino.

 —La junta ha terminado, señores —dijo, y cruzando los brazos quedó mirando fijamente el techo. 

Los acreedores cogieron sus cartapacios, tiraron sus colillas al suelo, saludaron con una reverencia y atravesaron uno a uno el umbral. Ajito antes de salir, se quitó el sombrero. 

Don Roberto se apretó fuertemente las sienes y quedó con la cabeza enterrada entre las manos. La música había cesado. El ruido de un automóvil que arrancaba rompió por un momento el silencio. Luego todo quedó en calma. La idea de que había conservado la dignidad comenzó a parecerle verosímil, comenzó a llenarlo de una rara embriaguez. Tenía la impresión de que había ganado la batalla, que había batido en retirada a sus adversarios. El espectáculo de las sillas vacías, de las colillas humeantes, de las copas volteadas ,le producía una especie de frenesí victorioso. Sintió por un momento el deseo de ingresar en la trastienda y abrazar emocionado a su mujer, pero se contuvo. No, su mujer no comprendería el sentido, el matiz de su victoria. Desde las repisas, además, las mercaderías cubiertas de polvo se obstinaban en guardar una sorda reserva. Don Roberto las repasó con la mirada y sintió como una perturbación. Esa mercadería ya no le pertenecía, era de los "otros", había sido dejada allí expresamente para enturbiar su gozo, para confundir su espíritu. Dentro de pocos días sería retirada y la tienda quedaría vacía. Dentro de pocos días se haría efectivo el embargo y el negocio sería clausurado. 

Don Roberto se levantó nerviosamente y encendió un cigarrillo. Quiso revivir en su espíritu la sensación de la victoria pero le fue imposible. Se dio cuenta que desfiguraba la realidad, que forzaba sus propios raciocinios. Su mujer, en ese momento, apareció tras la cortinilla, extrañamente pálida.

 Don Roberto no resistió su mirada y volvió la cara a la pared. Un pomo de caramelos le devolvió su imagen en un ángulo aberrante.

 —¡Tú no sabes!... —exclamó, pero no pudo añadir nada más.

 Su mujer se encogió de hombros y regresó a la trastienda. Don Roberto observó su imagen en el pomo, pequeñita y torcida. "¡La quiebra!" susurró, y esta palabra adquirió para él todo su trágico sentido. Nunca una palabra le pareció tan real, tan atrozmente tangible. Era la quiebra del negocio, la quiebra del hogar, la quiebra de la conciencia, la quiebra de la dignidad. Era quizá la quiebra de su propia naturaleza humana. Don Roberto tuvo la penosa impresión de estar partido en pedazos, y' pensó que sería necesario buscarse y recogerse por todos los rincones. 

De un puntapié derribó una silla y luego se caló la bufanda. Apagando la luz de la tienda, se aproximó a la puerta. Su mujer, que lo sintió salir, asomó por tercera vez.

 —,Dónde vas, Roberto? La comida ya va a estar lista.

 — ¡Bah!, ¿adónde va a ser? ¡Voy a dar una vuelta! —y atravesó el umbral.

 Cuando estuvo en la calle, vaciló un momento. No sabía exactamente para qué había salido, adónde quería ir. A pocos metros se veían las luces rojas de la bodega de Bonifacio Salerno. Don Roberto volteó la cara, como esquivando un encuentro desagradable y, cambiando de rumbo, comenzó a caminar. Unas muchachas pasaron riéndose, y él se pegó a la pared. Temió que fueran sus hijas, que le preguntaran algo, que quisieran besarlo. Acelerando el paso, llegó a la esquina, donde un grupo de vecinos conversaban. Al verlo pasar se dirigieron a él. 

—,Cómo, don Roberto, no va usted a la procesión? 

El contestó con un ademán y siguió su camino. Poco después recapacitó. Se trataba de la procesión del Señor de los Milagros. Este acontecimiento, que antes le era tan significativo, ahora le resultaba completamente indiferente y hasta irrisorio. Pensó que las calamidades tenían un límite más allá del cual ni Dios mismo podía intervenir. Una sensación extraña de haberse insensibilizado, de haber cambiado la piel en  corteza, de haberse convertido en cosa, lo aguijoneaba. El hecho de que estaba en quiebra contribuía a fortalecer esta idea. Era horrible, pensaba, que se aplicaran a las personas palabras que habían nacido por referencia a los objetos. Se podía quebrar un vaso, se podía quebrar una silla, pero no se podía quebrar a una persona humana, así, por una sola declaración de voluntad. Y a él, esos cuatro señores lo habían quebrado delicadamente, con sus reverencias y sus amenazas. 

Al llegar a un bar se detuvo irresoluto pero pronto remprendió su marcha. No, no quería beber. No quería conversar con el tabernero ni con nadie. Quizás la única compañía que en ese momento soportaría sería la de su hijo. Casi con el placer había visto desarrollarse en él sus mismas cejas negras y su orgullo... Pero no. Era absurdo. El tampoco podría comprenderlo. Era necesario evitar su encuentro. Era necesario evitar el encuentro de todos: el de aquellas personas que pasaban y lo miraban, y el de aquellas otras que ni siquiera se daban el trabajo de hacerlo. 

Había oscurecido. Un olor a mar saturaba el ambiente. Don Roberto pensó en el malecón. Allí se estaba bien. Había un barandal ondulante, una hilera de faroles amarillos, un mar oscuro que batía incesantemente la base del barranco. Era un lugar apacible donde apenas llegaban los rumores de la ciudad, donde apenas se presentía la hostilidad de los hombres. A su amparo se podían tomar grandes resoluciones. Allí él recordaba haber besado por primera-vez a su mujer, hacía tanto tiempo. En ese límite preciso entre la tierra y el agua, entre la luz y las tinieblas, entre la ciudad y la naturaleza, era posible ganarlo todo o perderlo todo... Su marcha se hizo acelerada. Las tiendas, las personas, los árboles, pasaban fugazmente a su lado, como incitándolo a que estirara la mano y se aferrara. Un olor a sal hirió sus narices. 

Aún faltaba mucho, sin embargo...

(París 1954)


Comentarios

Entradas más populares de este blog

El sueño de San Martín -Abraham Valdelomar

Un lindo sermón - Anton Chejov