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Mostrando las entradas de septiembre, 2020

"Por las azoteas" - Julio Ramón Ribeyro

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A los diez años yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos.  Las azoteas eran los recintos aéreos donde las personas mayores enviaban las cosas que no servían para nada: se encontraban allí sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino entre el uso póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos yo erraba omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos. Podía ahora pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdió su paja. Nada me estaba vedado: podía construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe reventadas, presidía la ejecución capital de los maniquíes.  Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias a valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas

Un lindo sermón - Anton Chejov

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En el siglo V, del mismo modo como hoy en día, el sol salía todas las mañanas y se ocultaba todas las tardes. Cuando sus primeros rayos besaban las plantas cubiertas de rocío la tierra revivía, el aire se llenaba de regocijo y de esperanza; de noche esta misma tierra enmudecía y se hundía en la oscuridad.  Los días y las noches se parecían los unos a los otros. De vez en cuando en el cielo aparecían nubes y retumbaban furiosos truenos, o alguno de los monjes volvía al convento, contando a la cofradía que había visto un tigre en las cercanías de aquel.  Los monjes trabajaban y rezaban, mientras su viejo prior tocaba el órgano, hacía versos en latín y componía obras musicales. Este maravilloso anciano poseía un don poco común: tocaba el órgano con tal arte y maestría que llegaba a hacer llorar hasta a los monjes más viejos y medio sordos por la edad. Aun hablando de cosas vulgares, por ejemplo, de los animales o de los árboles, solía conmover a sus oyentes. Cuando se enojaba o se alegrab

El milagro secreto -Jorge Luis Borges

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  Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo: —¿Cuánto tiempo has estado aquí? —Un día o parte de un día, respondió. Alcorán, II, 261 La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los est

La insignia-Julio Ramón Ribeyro

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  Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: “Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo”. Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla. Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidente que

El cuento del licántropo -Tommaso Landolfi

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  Mi amigo y yo no podemos soportar la luna. A su luz salen los muertos desfigurados de las tumbas, sobre todo mujeres envueltas en blancos sudarios. El aire se puebla de sombras verduscas y a veces se tizna de un amarillo siniestro. Todo infunde temor, cada brizna de hierba, cada fronda, cada animal, en una noche de luna. Y lo que es peor, nos obliga a revolcarnos gruñendo y ladrando en lugares húmedos, en el cieno detrás de los pajares. ¡Ay entonces si un semejante nuestro se parase ante nosotros! Con ciega furia lo despedazaríamos, a menos que él nos pinchase, más veloz que nosotros, con un alfiler. Y en este caso también permanecemos toda la noche y luego todo el día aturdidos y torpes, como si saliéramos de una pesadilla infamante. Resumiendo, mi amigo y yo no podemos sufrir la luna.  Y sucedió que una noche de luna yo estaba sentado en la cocina, que es la estancia más abrigada de la casa, junto al hogar. Había cerrado puertas y ventanas, postigos y tragaluces para que no penetra

“El relato más hermoso del mundo”-Rudyar Kipling

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  Se llamaba Charlie Mears; era hijo único de madre viuda, vivía en el norte de Londres y venía al centro todos los días, a su empleo en un banco. Tenía veinte años y estaba lleno de aspiraciones. Lo encontré en una sala de billares, donde el marcador lo tuteaba. Charlie, un poco nervioso, me dijo que estaba ahí como espectador; le insinué que volviera a su casa.  Fue el primer jalón de nuestra amistad. En vez de perder tiempo en las calles con los amigos, solía visitarme, de tarde, hablando de sí mismo, como corresponde a los jóvenes; no tardó en confiarme sus aspiraciones: eran literarias. Quería forjarse un nombre inmortal, sobre todo a fuerza de poemas, aunque no desdeñaba mandar cuentos de amor y de muerte a los diarios de la tarde. Fue mi destino estar inmóvil, mientras Charlie Mears leía composiciones de muchos centenares de versos y abultados fragmentos de tragedias que, sin duda, conmoverían el mundo. Mi premio era su confianza total; las confesiones y problemas de un joven so