Prosa Apátrida número 76

 



Cenando de madrugada en una fonda con un grupo de obreros me doy cuenta de que lo que separa lo que se llama las clases sociales no son tanto las ideas como los modales. Probablemente yo compartía las aspiraciones de mis comensales y, más aún, estaba mejor preparado que ellos para defenderlas, pero lo que nos alejaba irremediablemente era la manera de coger el tenedor. Este simple gesto, así como la forma de mascar, de hablar y de fumar, creaba entre nosotros un abismo más grande que cualquier discrepancia ideológica. Es que los modales son un legado que se adquiere a través de varias generaciones y cuya presencia perdura por encima de cualquier mutación intelectual. Yo estaba de acuerdo con la manifestación de la que hablaban e incluso con la huelga, pero no con la vulgaridad de sus ademanes ni con el carácter caótico y estridente de su discurso. Mi bistec me hubiera sabido mejor si lo hubiera comido frente a un oligarca podrido, pero que hubiera sabido desdoblar correctamente su servilleta. Lo que me habría permitido alternar con él no hubiera sido nuestras opiniones, sino nuestro comportamiento, pues la comunicación entre las gentes se da más fácilmente a través de las formas que de los contenidos. La importancia de los modales es tan grande que los que en mi país se llaman los huachafos tratan de saltar de una clase a otra, no mediante un cambio de mentalidad, sino gracias a la imitación de los modales, sin darse cuenta, como lo hacen los arribistas, que lo fácil es copiar las ideas, puesto que son invisibles, y no las maneras, lo que requiere una demostración permanente que los expone generalmente al ridículo. Pues los modales no se calcan, sino que se conquistan, son como una acumulación de capital, un producto, fruto del esfuerzo y la repetición, tan válido como cualquier creación de la energía humana. Son el santo y seña que permite a una clase identificarse, frecuentarse, convivir y sostenerse, más allá de sus pugnas y discordias ocasionales. Lo único que puede llegar a nivelar los modales, inventando otros nuevos más naturales y soportables, son las verdaderas revoluciones. De ahí que a las inauténticas se las reconoce, no por la ideología que tratan de propagar, sino por la perpetuación de los modales de una sociedad que creen haber destruido.

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