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Prosa Apátrida número 76

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  Cenando de madrugada en una fonda con un grupo de obreros me doy cuenta de que lo que separa lo que se llama las clases sociales no son tanto las ideas como los modales. Probablemente yo compartía las aspiraciones de mis comensales y, más aún, estaba mejor preparado que ellos para defenderlas, pero lo que nos alejaba irremediablemente era la manera de coger el tenedor. Este simple gesto, así como la forma de mascar, de hablar y de fumar, creaba entre nosotros un abismo más grande que cualquier discrepancia ideológica. Es que los modales son un legado que se adquiere a través de varias generaciones y cuya presencia perdura por encima de cualquier mutación intelectual. Yo estaba de acuerdo con la manifestación de la que hablaban e incluso con la huelga, pero no con la vulgaridad de sus ademanes ni con el carácter caótico y estridente de su discurso. Mi bistec me hubiera sabido mejor si lo hubiera comido frente a un oligarca podrido, pero que hubiera sabido desdoblar correctamente s...

Alienación-Julio Ramón Ribeyro

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 A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en los años que lo conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y en americanizarse antes de que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar por matar al peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que conoció. Con el botín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no era ni zambo ni gringo, el resultado de un cruce contra natura, algo que su vehemencia hizo derivar, para su desgracia, de sueño rosado a pesadilla infernal.  Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le conoció por...

"Junta de acreedores"-Julio Ramón Ribeyro

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  Cuando el campanario de Surco dio las seis de la tarde, don Roberto Delmar abandonó el umbral de su encomendería y, sentándose tras el mostrador, encendió un cigarrillo. Su mujer, que lo había estado espiando desde la trastienda, sacó la cabeza a través de la cortinilla. — ¿A qué hora van a venir? Don Roberto no respondió. Tenía la mirada fija en la puerta de la calle, por donde se veía un pedazo de pista sin asfaltar, la verja de una casa, unos rapaces jugando a las bolitas.  —No fumes tanto —prosiguió su mujer—. Tú sabes que eso te pone nervioso.  - ¡Déjame en paz! —exclamó él, dando un golpe en el mostrador. Su mujer desapareció sin decir palabra.  El continuó mirando la calle, como si allí se estuviera desarrollando un espectáculo apasionante. Los representantes no tardaban en llegar. Las sillas ya estaban preparadas. La sola idea de. verlos sentados allí, con sus relojes, sus bigotes, sus mofletes, lo exacerbaba: "Hay que conservar la dignidad —se repetía—...

"Por las azoteas" - Julio Ramón Ribeyro

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A los diez años yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos.  Las azoteas eran los recintos aéreos donde las personas mayores enviaban las cosas que no servían para nada: se encontraban allí sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino entre el uso póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos yo erraba omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos. Podía ahora pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdió su paja. Nada me estaba vedado: podía construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe reventadas, presidía la ejecución capital de los maniquíes.  Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias a valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por la...

Un lindo sermón - Anton Chejov

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En el siglo V, del mismo modo como hoy en día, el sol salía todas las mañanas y se ocultaba todas las tardes. Cuando sus primeros rayos besaban las plantas cubiertas de rocío la tierra revivía, el aire se llenaba de regocijo y de esperanza; de noche esta misma tierra enmudecía y se hundía en la oscuridad.  Los días y las noches se parecían los unos a los otros. De vez en cuando en el cielo aparecían nubes y retumbaban furiosos truenos, o alguno de los monjes volvía al convento, contando a la cofradía que había visto un tigre en las cercanías de aquel.  Los monjes trabajaban y rezaban, mientras su viejo prior tocaba el órgano, hacía versos en latín y componía obras musicales. Este maravilloso anciano poseía un don poco común: tocaba el órgano con tal arte y maestría que llegaba a hacer llorar hasta a los monjes más viejos y medio sordos por la edad. Aun hablando de cosas vulgares, por ejemplo, de los animales o de los árboles, solía conmover a sus oyentes. Cuando se enojaba o s...